miércoles, 11 de agosto de 2010

RELATOS DE UN SUICIDA

“Hola. Me llamo Juan Francisco, aunque también podría ser Alonso, Ricardo o Miguel y no habría incidencia alguna. Desde hace meses la idea del suicidio surca mi cabeza a cada instante, en la casa, en la calle, en la universidad. Creo que estoy cerca de concretarla. Me imagino lanzándome bajo algún camión, insertándome algún cuchillo de cocina o tirándome desde el edificio de aulas. En fin, me ha costado demasiado caer en la cuenta de que mi vida no tiene sentido –sí, lo sé, es el cliché de todos los suicidas, pero también el mío-, que he sido un amasijo de fracasos en todos los ámbitos. Mi entorno: amigos, familiares, amigas con derecho, sin derecho, conocidos de conocidos, desconocidos que frecuento y un largo etcétera no son más que lo mismo. He llegado a la conclusión –lamentable- de que se tratan tan solo de una esfera de poliuretano impermeable a la cual me da náuseas pertenecer. Entonces he puesto a mi mente en cuarentena, lejos de la polución que sobrenada a cada una de las personas que me rodean. Es cierto que hay excepciones en esta regla –¡y qué excepciones!- pero es con estas que he logrado hundirme hacia lo más profundo de un ser que se puede jactar de estar mentalmente sano. A todo esto creo que debería contarles que hace poco tuve un sueño: estaba desnudo en mi habitación. Sentado sobre mi cama, rodeado de los millares de poemas que he escrito en toda mi vida, algunos empalagosos y edulcorados mientras que otros son de lo más granulosos y viriles, pero en fin, estaba ahí, ahogándome en mi trastorno bipolar y las crisis existenciales que me acongojan desde hace muchos años –me parece que datan de la época en que empecé la secundaria y mis arrebatos onanistas, pero ese es tema de otro capítulo-. Volvamos a mi sueño. Desnudo contemple, con asco, mi piel: imperfecta, granujienta, polícroma, y decidí que era el mejor cimiento para mi última obra de arte. Engrampé 101 poemas a todo mi cuerpo, sin exceptuar mis testículos, dejando libre solo mi rostro. Así y todo me movilicé lo suficiente como para observarme frente al espejo de cuerpo entero. Todo yo era un bolo de papeles ensangrentados. Sentía calor, por primera vez podría asegurar que térmicamente me encontraba en perfecto estado. Salí de mi habitación. Mi casa estaba vacía, me encontraba solo en ella: que es como me suelo encontrar cada vez que me ahogo en las vorágines que se forman en mi cerebro. Goteando sangre de mi escroto subí al tercer piso y cogí la soga de remolque que mi padre siempre guarda en su maletín de herramientas. Até la soga a la baranda del balcón e hice un nudo vaquero –de los que aprenden los Boy Scout-, dejando un círculo lo suficientemente ancho como para que pasara mi cabeza. Encendí el equipo de sonido e inserté In Utero, uno de los pocos álbumes que publicó Nirvana en vida, y lo dejé a todo volumen. Procedí a pasar mi cabeza por la soga y lanzarme al vacío, al abismo insondable que terminaría con mis penas. Aún vivía -¡maldita sea!- cuando notaba que los transeúntes se detenían horrorizados frente a la escena, ¡vamos, era mi última obra de arte! Unos hombres trataban de romper la puerta de mi casa para ingresar y “salvarme”. Pobres. Aunque hubiesen logrado cortar la cuerda no me habrían salvado. El asunto va más allá de poder respirar o no, yo ya estoy muerto por dentro, y, para algunos seres humanos, como yo, eso es suficiente. Así que en definitiva ya estaba muerto. A pesar de la erección que sufría en ese instante. Con el último remanente de vida logre ver a mi pene ensangrentado rompiendo un poema, las grapas desgarraron la piel de mi pubis, y luego, justo en el último instante, cuando debí ver mi vida entera pasar por mi ojos, solo me topé con la mirada cargada de espanto de una niña. Luego llegó el final, las luces se apagaron y eso fue todo, sin paraísos ni purgatorios, nada, porque el infierno ya lo había vivido.
    Y bueno, me parece que mi vida se fue por el sendero equivocado. Mi curiosidad radica en saber cuándo: ¿la primera vez que fumé marihuana, cuando le dije a mis padres que los odiaba, cuando practiqué sodomía con mi primera enamorada, cuando transporté droga por las calles de Lima, cuando maté a un amigo de barrio a los 10 años, cuando le hice un cunnilingus a mi prima sobre la cama de mi abuela, cuando compré mi primer disco de Nirvana, cuando una amiga me hizo eyacular sobre el sostén de mi madre, cuando leí por primera vez a Vallejo, cuando me masturbé con un libro de Henry Miller o quizá cuando me enamoré de la muchacha equivocada? He ahí el dilema. A continuación solo pasaré a hacer un repaso de cada una de estas escenas, lo anuncio de antemano para que luego no se diga que se debió leer hasta el final del libro para saber de qué trataba. Puesto que, bueno, trata sobre lo anterior, sobre cada uno de los momentos que me han llevada a la situación en que me encuentro: acabo de decidir que me voy a suicidar, eso ya no está en juicio, el juicio se basa en la modalidad. Es más, el siguiente texto podría incluso no tratarse de una historia ni de decenas de historias, sino de un ensayo cuya finalidad es hallar la mejor manera de morir. Ahora, también le puedo ahorrar todo ese trámite burocrático que significaría leer todo contando el final en este mismo instante. Quisiera que se me crea cuando digo que considero que no es más incómodo leer algo sabiendo el final que escribirlo. Pero en fin, tratándose de una persona demócrata en vías de extinción como yo, me veo en la obligación de decirlo, y así no obligar a nadie a leer más de estas 955 palabras: Al final, a Juan Francisco – o Ricardo, o Miguel o Alonso- lo que le ocurre es que…”  

No hay comentarios:

Publicar un comentario