domingo, 5 de septiembre de 2010

LOS ODIO (II)

Tal vez sea un intolerante. Muchas personas tienen padres peores que los míos. Pero a los míos yo los odio y nadie va a cambiar eso. Me moría por hacérselos saber. En fin, que dejaran de vivir en la farsa de la familia funcional, que supieran que tenían por hijo a un desgraciado de mente retorcida que se drogaba y se masturbaba compulsivamente. No tenía derecho a arruinar la utopía en la que se habían instalado ellos mismos. Yo no era nadie para estropear ese espejismo, para acercarlos a la realidad lacerante de que su primogénito los aborrecía.
    Y es ahora que me doy cuenta de que no es por ello que me quiero suicidar. Ellos no tienen nada que ver. Su accionar incide tan poco en mi yo interno que acusarlos sería un acto de cobardía que ya no me pienso permitir. Los sigo odiando, y si no me suicidara probablemente lo seguiría haciendo. Y es que no se trata de insultarlos en mi mente solo porque no me dejaran ir a tal o cual fiestita, se trata de abominar con convicción y perpetuidad a los seres que me dieron la vida, una casa, una universidad particular, ropa, comida y un largo etcétera. No es fácil odiar a personas que te ofrecieron tantas cosas materiales, y yo lo hago, yo cumplo la difícil misión de odiarlos. También es cierto que no por todo ellos lo tengo que amar. No conozco a un ser humano que esté tan lejos de amar a sus padres como yo mismo. En fin, los odio y no estoy dispuesto a mover un solo músculo de mi cuerpo por hacer lo contrario.     

Juan Francisco había tomado la determinación de no ayudar más a su padre en el negocio familiar de la reparación de autos. Era evidente que su padre deseaba que heredara el negocio, que estudiara alguna carrera pragmática como administración y que multiplicara los ingresos familiares para así poder sentirse orgulloso de su hijo por primera vez en su vida.
    -No voy a volver a ir al taller.
    -¿Qué?
    El rostro de su padre, mezcla de estupor y enojo, no amedrentaron a Juan Francisco de hacerle saber su decisión.
    -Que ya no quiero ir más al taller. No me gustan los carros. Nunca me gustaron.
    -Pero tienes que ayudarme, siempre lo has hecho.
    -Sí, y nunca he querido.
    -Ya sé lo que es.
    -¿Qué?
    -Nunca te gustó ensuciarte las manos.
    -No es por eso.
    En cierta forma era verdad. Juan Francisco odiaba ensuciarse las manos con grasa y que le salieran callos por cargar baterías o alternadores. Pero no era totalmente cierto, pues también odiaba estar bajo el mando de su padre, el olor a líquido de frenos y los rugidos histéricos de los motores que agonizaban en el taller de su padre.
    -Sí es por eso. Eres un amanerado, por eso es que cada vez que regresabas del taller te lavabas las manos con agüita caliente y te echabas esas cremas de tu madre.
    -No. Es que simplemente no me gusta el taller. No me gusta ese ambiente.
    -Entonces te da vergüenza.
    -Tampoco…
    -Eso era todo. Odias ver que tu padre trabaje ensuciándose las manos, haciéndose cortes y heridas. Pues quiero que sepas que esto lo hago para que tú puedas comer y estudiar.
    -Sabes que no es verdad.
    -¡Pero, claro! Tú vas a ser un intelectual. Ya eres superior a mí, solo porque andas leyendo todo el tiempo. Los intelectuales siempre son superiores.
    -No es eso, ¡carajo!
    Hubo un silencio breve. Apenas un par de segundos.
    -Oye, tú estás imbécil si crees que me puedes hablar de esa manera. Recuerda que soy tu padre.
    Juan Francisco no pudo contener a ese par de lágrimas que se le desbarrancaban desde las pestañas.
    -Ahora te pones a llorar, ¡huevonazo!
    -Sé que me quieres pegar. Me quieres sacar la mierda.
    Los ojos de su padre estallaban, estaban surcados por venas rojas que los hacían ver incandescentes. El sudor que se extendía desde su frente hacia todo su rostro lo hacía ver como una bestia, un animal salvaje capaz de cometer cualquier acto lleno de sadismo.  
    Juan Francisco cogió un de las baquetas con las que solía ensayar con la batería en su época escolar. Se la ofreció a su padre, quien la tomó y la apretó en sus manos.
    -Vamos. Golpéame, no te voy a denunciar. ¡Hazlo, mierda!
    Fue tan veloz que ni lo notó. De pronto un ardor invadió su labio inferior. Su padre seguía parado frente a él, mirándolo con aversión, aunque no más de la que Juan Francisco sentía por él. Tocó su labio y sintió un liquido tibio correr por su barbilla. Su padre desapareció. Juan Francisco se encerró en su habitación. Al mirarse en el espejo notó que su labio inferior tenía un corte superficial del que emanaba apenas un hilo de sangre que controló fácilmente colocándose una media sobre el labio.
    Al promediar las tres de la madrugada salió de su habitación sigilosamente y entró en la de sus padres, quienes dormían profundamente. Su madre yacía enrollada como una lombriz y su padre boca arriba, roncaba estruendosamente. Juan Francisco tenía en su mano un hueso de cerdo afilado que guardaba en su habitación desde una tarde en la que almorzó chuleta. Quería despanzurrarlo, verlo sangrar, ver cómo su madre se despertaba por los gritos y se lanzaba en llanto sobre el cuerpo sangrante de su padre. Entonces Juan Francisco los escupiría, se los haría saber, por fin, era la oportunidad perfecta. Sintió una corriente de aire frío recorrer su cuerpo. Se dio media vuelta y antes de salir de la habitación, se detuvo ocupando el vano de la puerta.
    -Los odio.