domingo, 5 de septiembre de 2010

LOS ODIO (II)

Tal vez sea un intolerante. Muchas personas tienen padres peores que los míos. Pero a los míos yo los odio y nadie va a cambiar eso. Me moría por hacérselos saber. En fin, que dejaran de vivir en la farsa de la familia funcional, que supieran que tenían por hijo a un desgraciado de mente retorcida que se drogaba y se masturbaba compulsivamente. No tenía derecho a arruinar la utopía en la que se habían instalado ellos mismos. Yo no era nadie para estropear ese espejismo, para acercarlos a la realidad lacerante de que su primogénito los aborrecía.
    Y es ahora que me doy cuenta de que no es por ello que me quiero suicidar. Ellos no tienen nada que ver. Su accionar incide tan poco en mi yo interno que acusarlos sería un acto de cobardía que ya no me pienso permitir. Los sigo odiando, y si no me suicidara probablemente lo seguiría haciendo. Y es que no se trata de insultarlos en mi mente solo porque no me dejaran ir a tal o cual fiestita, se trata de abominar con convicción y perpetuidad a los seres que me dieron la vida, una casa, una universidad particular, ropa, comida y un largo etcétera. No es fácil odiar a personas que te ofrecieron tantas cosas materiales, y yo lo hago, yo cumplo la difícil misión de odiarlos. También es cierto que no por todo ellos lo tengo que amar. No conozco a un ser humano que esté tan lejos de amar a sus padres como yo mismo. En fin, los odio y no estoy dispuesto a mover un solo músculo de mi cuerpo por hacer lo contrario.     

Juan Francisco había tomado la determinación de no ayudar más a su padre en el negocio familiar de la reparación de autos. Era evidente que su padre deseaba que heredara el negocio, que estudiara alguna carrera pragmática como administración y que multiplicara los ingresos familiares para así poder sentirse orgulloso de su hijo por primera vez en su vida.
    -No voy a volver a ir al taller.
    -¿Qué?
    El rostro de su padre, mezcla de estupor y enojo, no amedrentaron a Juan Francisco de hacerle saber su decisión.
    -Que ya no quiero ir más al taller. No me gustan los carros. Nunca me gustaron.
    -Pero tienes que ayudarme, siempre lo has hecho.
    -Sí, y nunca he querido.
    -Ya sé lo que es.
    -¿Qué?
    -Nunca te gustó ensuciarte las manos.
    -No es por eso.
    En cierta forma era verdad. Juan Francisco odiaba ensuciarse las manos con grasa y que le salieran callos por cargar baterías o alternadores. Pero no era totalmente cierto, pues también odiaba estar bajo el mando de su padre, el olor a líquido de frenos y los rugidos histéricos de los motores que agonizaban en el taller de su padre.
    -Sí es por eso. Eres un amanerado, por eso es que cada vez que regresabas del taller te lavabas las manos con agüita caliente y te echabas esas cremas de tu madre.
    -No. Es que simplemente no me gusta el taller. No me gusta ese ambiente.
    -Entonces te da vergüenza.
    -Tampoco…
    -Eso era todo. Odias ver que tu padre trabaje ensuciándose las manos, haciéndose cortes y heridas. Pues quiero que sepas que esto lo hago para que tú puedas comer y estudiar.
    -Sabes que no es verdad.
    -¡Pero, claro! Tú vas a ser un intelectual. Ya eres superior a mí, solo porque andas leyendo todo el tiempo. Los intelectuales siempre son superiores.
    -No es eso, ¡carajo!
    Hubo un silencio breve. Apenas un par de segundos.
    -Oye, tú estás imbécil si crees que me puedes hablar de esa manera. Recuerda que soy tu padre.
    Juan Francisco no pudo contener a ese par de lágrimas que se le desbarrancaban desde las pestañas.
    -Ahora te pones a llorar, ¡huevonazo!
    -Sé que me quieres pegar. Me quieres sacar la mierda.
    Los ojos de su padre estallaban, estaban surcados por venas rojas que los hacían ver incandescentes. El sudor que se extendía desde su frente hacia todo su rostro lo hacía ver como una bestia, un animal salvaje capaz de cometer cualquier acto lleno de sadismo.  
    Juan Francisco cogió un de las baquetas con las que solía ensayar con la batería en su época escolar. Se la ofreció a su padre, quien la tomó y la apretó en sus manos.
    -Vamos. Golpéame, no te voy a denunciar. ¡Hazlo, mierda!
    Fue tan veloz que ni lo notó. De pronto un ardor invadió su labio inferior. Su padre seguía parado frente a él, mirándolo con aversión, aunque no más de la que Juan Francisco sentía por él. Tocó su labio y sintió un liquido tibio correr por su barbilla. Su padre desapareció. Juan Francisco se encerró en su habitación. Al mirarse en el espejo notó que su labio inferior tenía un corte superficial del que emanaba apenas un hilo de sangre que controló fácilmente colocándose una media sobre el labio.
    Al promediar las tres de la madrugada salió de su habitación sigilosamente y entró en la de sus padres, quienes dormían profundamente. Su madre yacía enrollada como una lombriz y su padre boca arriba, roncaba estruendosamente. Juan Francisco tenía en su mano un hueso de cerdo afilado que guardaba en su habitación desde una tarde en la que almorzó chuleta. Quería despanzurrarlo, verlo sangrar, ver cómo su madre se despertaba por los gritos y se lanzaba en llanto sobre el cuerpo sangrante de su padre. Entonces Juan Francisco los escupiría, se los haría saber, por fin, era la oportunidad perfecta. Sintió una corriente de aire frío recorrer su cuerpo. Se dio media vuelta y antes de salir de la habitación, se detuvo ocupando el vano de la puerta.
    -Los odio.  

lunes, 23 de agosto de 2010

LOS ODIO

Para analizar a cabalidad mi problema con mis padres debo remontarme a aquellos años en los que iniciaba mis aventuras onanistas, mis excursiones por todo tipo de pornografía y mis devaneos musicales con grupos como Nirvana y toda esa banda de acólitos que expectoró el grunge.
    Fue precisamente un cumpleaños de mi madre el día en que caí en la cuenta de que ya no solo no los quería, sino que los odiaba.  Ya había dejado que realizar demostraciones de afecto hacia ellos de manera inconsciente, cosa que al parecer no había resultado muy dramática, después de todo nunca había sido un niño muy sensible. Y es que, como me lo explicaría un amigo años más tarde en estado etílico, “las cosas son así: te nacen o no te nacen, no existe otra explicación”. Aquella afirmación, nacida de las entrañas más alcoholizadas de mi amigo, se aplica con total certeza sobre mi problema con mis padres. Nunca me nació darles un beso, decirles que los quiero, ni siquiera cuando “los quería”, ¿por qué tendría que nacerme hoy que los odios de manera pública? Los odio simplemente porque que los odio. De la manera en que muchos odian cosas que desconocen, de esa misma manera odio a mis padres. Nunca los llegué a conocer del todo, a pesar de haber vivido conmigo toda mi vida. Pero, para realizar un análisis completo hay que hacerlo como se debe: desglosando sus elementos y examinándolos detenidamente.
    Mi madre. Tuve, tengo y tendré una imagen dictatorial de ella. Bastante cercana a esa casta de dictadores que azotaron a Latinoamérica durante el siglo XX. Sin ser específico, se parece a todos. Mi hogar ha vivido bajo su mando desde que tengo uso de razón y hoy, que estoy tan cerca de finiquitar mis días, parece que las cosas no van a cambiar ni por asomo. Durante las cenas, en el desayuno, los sábados por la mañana, a los 10, 5 ó 20 años, no hay diferencias, siempre era ella la que dirigía la vida de cada uno de nosotros. Yo creo que fui el único que trató de mostrar rebeldía, y es por eso que la odio. Solo conseguí un aislamiento que hasta cierto punto me resultó favorable. Hoy en mi casa son una versión reticente de Cuba: vivo teniendo el mínimo contacto posible con los demás integrantes de mi familia. Obra y gracia de alguno de los tantos arrebatos llenos de histeria que suele protagonizar mi madre y que ha logrado inclinar la balanza a su favor.

Esto pudo haber ocurrido un día cualquiera. Juan Francisco llegó tarde de la universidad y encontró a su familia en pleno –madre, padre y hermana- cenando. Sobre la ubicación que solía ocupar en la mesa se enfriaba su comida.
    -¿No te vas a lavar las manos?
    -No, no importa, no están tan sucias.
    -Pero en esta mesa no te sientas con las manos sucias mientras estemos tu padre y yo.
    Juan Francisco, maldiciéndola entre dientes, se dirigió hacia el baño a lavar sus manos.
    -Ya está.
    Dio un primer sorbo a la sopa.
    -No sorbas la comida de esa manera. Nosotros te hemos dado otra educación.
    Abortó la idea de realizar algún comentario que pudiera derivar en alguna discusión, de la cual no conseguiría más que encolerizar lo que le quedaba de día. Quería terminar de comer lo más rápido posible y enclaustrarse en su habitación, despejar su mente con algún libro y no tener que verla más.      
    -Sácate el cabello de la cara. Es una falta de respeto que te sientes en esta mesa con esa facha. ¿No te puedes tomar la molestia de pasarte un peine por la cabeza de vez en cuando?
    -No.
    -¿Cómo has dicho?
    -Que no. No me gusta estar peinándome.
    -Bueno, a mí no me interesa. Yo considero que es una falta de respeto así que si no te piensas cortar ese cabello asqueroso que tienes, péinate o algún día voy a entrar a hurtadillas a tu cuarto y te voy a cortar unos mechones que ya vas a ver cómo te queda ese pelito.
    -No lo vas a hacer.
    -¿Crees que no?
    -Sí.
    -¿Me estás retando?
    -No. Ya no me hables. No quiero que empiece una discusión, igual tú encontrarás la manera de ganar.
    -Esto no es una discusión. Aquí yo no discuto contigo, ¿crees que bajo tanto? Aquí las cosas son así: yo digo las cosas y tú las obedeces, punto.
    Apretó los dientes, conteniendo una furia inusitada. Quería odiarla más de lo que ya la odiaba, quería encontrar una palabra más dañina que odiar y poder enrostrársela sobre ese rostro avinagrado y menopáusico. Pero se conformó con apretar el tenedor contra su mano y seguir comiendo lo más rápido posible. Al terminar de cenar, levantó su plato y lo llevó hasta la cocina, tras lo cual enrumbó hacia su habitación.
    -¿A dónde crees que vas?
    -A mi cuarto.
    -Pero yo no he terminado de comer. Además estamos haciendo sobremesa, ven y comparte con tu familia.
    Pensó en mandarla a la mierda. Decirle que lo que más odiaba en el mundo era compartir con su familia. Quería vivir lo más lejos posible de ellos. No tener que verlos, distanciarse de sus cursilerías, sus histerias y su autoritarismo. Pero no lo hizo. A regañadientes regresó hasta su ubicación en la mesa, apoyándose sobre sus manos, sin demostrar interés alguno en mantener una conversación con los demás. Su padre hablaba de cosas triviales que su madre y hermana oían con atención.
    -No te apoyes sobre las manos. Siéntate bien.
    -Maldita sea –musitó, pero no lo suficientemente débil.
    -¿Cómo dijiste?
    -Nada.
    -Te oí.
    ¿Entonces para qué carajo preguntas?, quiso decirle.
    -Además de estar todo el día en la calle, de casi no vernos, vienes a maldecir sobre esta mesa.
    -En verdad, no sé que te pasa. Si estás de mal humor no te la desquites conmigo.
    -A mí no me interesa desquitármela contigo especialmente, pero tú me pones de mal humor. Vienes con esos airecitos de interesante y de no querer compartir tiempo con tu familia. Somos lo único que tienes, así que empieza a integrarte. 
    -No quiero.
    -No quieres qué.
    -Cállate, por favor –intervino la hermana.
    -Integrarme con ustedes. Detesto esto. Todo el tiempo solo andan irritados, esta casa está llena de gritos, eso es lo que detesto.
    -Pero tú tienes gran culpa de ello.
    -Por eso, déjame irme a mi cuarto y ustedes se quedan conversando tranquilamente.
    -¡Es que no es así!
    -¡No me interesa cómo sea!
    -¡Carajo, no le alces la voz a tu madre! –Medió su padre- ¿quién te has creído, huevón?
    -Me voy.
    Se levantó violentamente y enfiló hacia las escaleras.
    -¡Cuando quieras puedes irte de esta casa, pero te vas con lo que tú te hayas comprado, porque no te llevas nada que haya salido de nuestros bolsillos! Mientras sigas viviendo bajo nuestro techo tendrás que adaptarte a nosotros.
    Lanzó la puerta de su habitación, haciendo trepidar el marco. Los mandó a la mierda mentalmente y se acostó, blasfemando en contra de cada uno de ellos.

jueves, 19 de agosto de 2010

LA MARIHUANA Y YO (II)

Y esa fue mi primera experiencia con la marihuana. Luego vendrían ocasiones mucho más interesantes, pero el punto al que quiero llegar, la pregunta que quiero responder es esta: ¿me ha llevado el hecho de consumirla a tomar la decisión de suicidarme? Y sé que la respuesta no la podré hallar en una párrafo, en un arrebato literario o una remembranza melancólica, sino en una introspección rigurosa e infalible, algo que temo realizar. Pensar. Durante muchos siglos fue un acto considerado subversivo, puesto que despertaba cuestionamientos en las personas, estas por inercia buscaban las respuestas y en muchas ocasiones para hallar estas respuestas había que infringir el orden establecido. Entonces las “instituciones” que catalogaban al verbo PENSAR como un acto de agitación, que no llevaba más que a la perturbación del sistema, hallaron la manera de prohibirlo, condenando y satanizando a cada persona que lo realizara. De vez en cuando creo que debería aplicar el mismo criterio de esas “instituciones” conmigo. Pensar me lleva a cuestionarme, cuestionarme me lleva buscar respuestas, buscar respuestas me obliga a reflexionar acerca de el rol que cumplo en la sociedad, y ahí estamos entrando en terreno pantanoso.      
    Pero por ningún motivo quería dejar de hacerlo. Es más, no hubiese podido. No hay manera de dejar de pensar, así que tenía que hallar la manera de hacerlo sin generar una sublevación en mi yo interior.    

Juan Francisco acababa de iniciar la universidad. Ahora era un muchachote que leía en todos lados, y sobre todo a su limeño favorito, quien escribió las mejores obras sobre Lima fuera de Lima. Julio Ramón Ribeyro era tema de conversación en la universidad, con un amigo a quien conoció simplemente porque lo halló con un poemario de Vallejo en la mano, y en los bares seculares a los que solía asistir, como buen universitario agrandado.
    Fue en una de aquellas etílicas excursiones de sábados por la noche en los más “cultos” bares del centro que salió en busca de cigarros y se topó con un individuo de anatomía consumida.
    -Hey, flaco. Habla, dime cuánto quieres de una vez.
    Juan Francisco se encontró desubicado. No había previsto de manera inocente que alguien le podría ofrecer droga –porque aún no sabía de qué tipo de sustancia se trataba- un sábado cualquiera en una calle oscura del centro de Lima, en una zona rodeada de bares y discotecas de lo más variadas. Se detuvo frente al individuo. Lo miró mientras este agitaba algo dentro de su bolsillo y sacaba un puñado de porros, mirando a todos lados. Pensó que tal vez no sería mala idea volver a fumar un poco, además no lo hacía desde hacía mucho tiempo.
    -¿Cómo lo estás vendiendo?
    -Déjate 5 lucas por cada porro.
    No tenía ni idea del precio, así que no podía saber si estaba siendo estafado.
    -¿Qué es?
    -Cannabis.
     Bueno, al menos había escuchado la palabra antes. Con sutileza estiró un billete de 10 soles de su billetera y lo depositó sobre la mano mugrienta del individuo.
    -Dame dos.
    Recibió los porros con disimulo.
    -Gracias, primito. Ahora, si te quieres prender, vete a la vuelta al parque de la Recoleta que los serenos de ahí siempre se hacen los locos.
    Caminó torpemente. No estaba seguro de si debía hacerlo o no. Por unos instantes pensó que había sido suficiente con comprarlos, que podría mostrárselo a sus amigos y tal vez desarmarlos y ponerse a jugar con el contenido, sin consumirlo. Pero luego notó que dicho acto no sería más que una gran estupidez. Además, hacerlo por una vez no iba a traerle grandes perjuicios, siempre que los viejos no se enteraran. Caminó hasta dicho parque y se ubicó al lado de una réplica de la Estatua de La Libertad, a la cual le hacían falta el libro y la antorcha, y encendió torpemente el primer porro. Se le apagaba a cada instante, debido a que lo venía fumando como si se tratara de un cigarro. Al terminarlo se dio cuenta de que en realidad no había logrado consumir nada. Para el segundo porro se tomó la molestia de morder una punta y ensalivarla un poco. El porro prendió perfecto y volvió a sentir esa sensación de dulce sequedad entrar a sus pulmones. No tosió. Disfrutó de cada bocanada. A su alrededor paseaban más hombres fumando marihuana e incluso algunos serenos haciendo lo mismo.
    Sintió un relajo absoluto. Caminó de regreso al bar con una seguridad poco usual en él. Se encontraba feliz, sentía que podía sonreírle de oreja a oreja a la primera persona que se le cruzara. Llegó al bar y sus amigos lo esperaban entre risas a las que él se acopló al instante.
    -¿Y los cigarros?
    -¡Mierda! Los olvidé.
    -¿Qué fuiste a hacer?
    -Salí a orinar.
    -Pero si el bar tiene baño.
    -Es que estaba ocupado –no encontraba escapatoria.   
    -¿Y demoraste tanto?
    Ahora si que no tenía respuesta. Se veía obligado a decirles que había ido a fumar marihuana, y que le había gustado, y que si quería podían comprar donde un flaco a la vuelta e ir a fumar al parque de la Recoleta, que era rico, que ya verían que lo iban a disfrutar.
    -Es que tenía que cagar, y no lo podía hacer en la calle. Así que fui hasta una gasolinera. 

Aquella fue la segunda vez que fumé marihuana, y a partir de la cual empecé a hacerlo con relativa continuidad. Luego vendrían unas cuantas ocasiones en las que lo hice con mis amigos universitarios, siempre de manera despreocupada. Las circunstancias surgían de la nada, de una simple reunión, en la que de manera improvisada hacía una piteada en el baño y en la calle o en el parque más cercano. Siempre con la misma finalidad: ninguna. No sabía por qué lo hacía, simplemente lo hacía. No solía ser yo quien comprara la hierba, siempre había alguien que te la proveía, un amigo, un conocido, un ser anónimo, quien sea, siempre era bien recibido. Y me relajaba, podía disfrutar mejor del momento, reflexionaba de manera parsimoniosa acerca de los asuntos más importantes de mi vida: el fútbol, la muchacha de turno, Julio Ramón Ribeyro, Kurt Cobain o un largo etcétera. Todo ocurría de manera fugaz e irrelevante, no tenía ni idea de lo que acarrearía más adelante, uno nunca mide las consecuencias de lo que produce placer, es una ley natural en el entramado interno de los seres humanos, lo agradable debe continuar hasta que la muerte nos separe.

Para regresar de su universidad, Juan Francisco debía cruzar gran parte de Lima trepado en un bus atiborrado de personas que se iban hasta el sector norte de la ciudad. Él se bajaba en un paradero en el centro mismo de la ciudad, cerca de su casa, desde donde podía caminar unas diez cuadras, pero solía desviarse hacia una calle en la que solía comprar libros en un tenderete que los vendía a un sol por unidad. Fue en una de esas tardes en las que decidió buscar al tipo que le vendió los porros que hacía tiempo había comprado. Lo ubicó. Luego de saludarse como si fuesen amigos de toda la vida no supo qué decirle. Pensó que después de tantos meses el individuo no lo reconocería.
    -Primito, otra vez tú por acá.
    No lo podía creer. ¡Qué tal memoria fotográfica!
    -¿Me reconociste?
    -Claro que sí. Yo reconozco a todos, además, siempre vuelven. ¿Dos como la vez pasada?
    -No. Dame cuatro.
    No tenía ni idea de por qué había pedido cuatro, solo lo hizo de la misma manera en que venía realizando cada uno de los actos de su vida: sin motivos aparentes.
    -¡Uy, qué rico! Bueno, ya estamos subiendo la dosis.
    Hicieron el negocio y se alejaron, como si no se hubieran visto nunca.
    De regreso a su casa subió hasta su habitación y se encerró. Estuvo hasta la medianoche escuchando canciones de System of a Down, una banda que le encanta desde su época escolar. A la medianoche exacta se atrevió a salir de su habitación, caminando sigilosamente se aseguró de que sus padres y su hermana estuvieran durmiendo. Subió al tercer piso y acomodándose a un lado de la maquina lavadora de ropa, ensimismándose en medio de una oscuridad que veía como único oponente al plenilunio, se ubicó de cuclillas sobre el suelo y encendió uno a uno los porros, fumándolos con goce, disfrutando de cada pitada como si fuese la última que haría en su vida. Y de pronto soñó que tenía alas, que podía volar desde su balcón, cruzar Lima entera, joder a las personas que odia, luego seguir su vuelo por el resto del Perú, cruzar las fronteras, conocer el mundo entero, en fin, sería un ser omnipotente, inmenso, amado por sí mismo, que era lo único que le importaba, vivir fuera del sistema, alejado de la polución que rodeaba a todo, de ese mundo de mierda que se empecinaba en podrir su alma… Y de pronto se topó con que sus pies colgaban de la baranda del balcón y estaba a tan solo centímetros de una caída libre sobre el pavimento, y nadie notaría su muerte en ese momento, podía lanzarse y recién notarían su deceso en la mañana, cuando los primeros transeúntes del día se extrañaran con la presencia ensangrentada de un cuerpo sobre la vereda. Trastabilló hasta caer en el balcón. Tuvo un susto fortísimo, el corazón se le paralizó por segundos. Se lavó las manos y regresó a su habitación. Al acostarse nuevamente sobre su cama, se prometió nunca dejar de fumar marihuana. Durmió profundamente, sin preocupaciones, pensando en que al fin y al cabo, cuando él lo decida, todo podría ser un sueño.    
 
En sí, acabo de llegar a la conclusión de que la marihuana por ningún motivo puede ser la causante directa de que haya tomado la decisión de suicidarme. Está bien, me introdujo en reflexiones sórdidas que en muchas ocasiones patrullaban la idea del suicidio, pero de ninguna manera va a ser la culpable absoluta, tal vez sí parcialmente, pero, para llegar al meollo de la idea del suicidio se debe tomar en cuenta el todo y sus partes, la suma desatinada y putrefacta de una vida torcida, como mi mente. En todo caso le debo reconocer a la marihuana ser una gran compañera en momentos de preocupación y angustia. Ahí. Cuando la incertidumbre y la congoja arden en mis entrañas y se forma un nudo en la garganta que casi no me permite respirar, aparece la hierba purísima para cumplir su función de consolador vaporoso y sacarme del mundo de las tinieblas en el que me hundo más que a menudo. Me rescata, ofrece el manotazo salvador que nadie se atreve, y me hamaca entre sus brazos etéreos para que yo pueda sufrir sobre una superficie más cómoda, pueda morirme internamente en el paraíso de sus funciones. Definitivamente no la culparé de mi muerte, la recodaré como se recuerda a una amiga fiel, aquella que te acompaña siempre y sobre todo cuando te va mal, la que siempre sabe cómo comportarse ante situaciones extremas. Como ya lo había señalado anteriormente, entre la marihuana y yo hay una relación diferente a todas las que he tenido con objetos inanimados. 

lunes, 16 de agosto de 2010

LA MARIHUANA Y YO


Entre la marihuana y yo hay una relación diferente a todas las que he tenido con objetos inanimados. Hoy necesito de ella de vez en cuando, solo cuando “se presenta una ocasión que lo amerita”. Como he dicho antes –lo hice, ¿cierto?- el estado en el que me deja provoca una reflexión selectiva, una especie de trance combinatorio: fruición, sosiego, angustia, melancolía, ira, paz… Lo más importante de fumar marihuana en sus inicios era saber que era “yo quien la fumaba a ella y no ella a mí”, hoy la situación no ha cambiado, aún pienso lo mismo solo que la he empezado a fumar con mayor asiduidad y cada vez de manera más clandestina, lo cual a creado cierta preocupación en una porción de mi yo interno, aunque, como me voy a suicidar dentro de poco nada de esto tiene sentido ahora. 
    Tenía 15 años. Solía ir con un amigo de la infancia a una de las barras bravas menos bravas del Perú, de Latinoamérica y del mundo: La banda del basurero. Yo como buen novicio hincha de Municipal, un equipo que se caracteriza por la longevidad de sus fanáticos,  recién me iba aprendiendo las canciones y penetrando en ese mundo reducido que significaba La Banda, a secas. Dentro de la barra yo era Rojo, apelativo que me gané únicamente por asistir cada domingo con polo rojo a los estadios, debido a una pueril adicción que desarrollé al color rojo durante mi adolescencia. Municipal era el equipo animador de la segunda división, un torneo que se caracterizaba por sus estadios vacíos y sus canchas en pésimo estado. Solía jugar en un estadio ubicado al sur de Lima, en Chorrillos, al cual se le conocía como “La cancha de los muertos”, el mito dice que lo construyeron sobre un antiguo cementerio. En el corazón de la tribuna de oriente, puesto que el minúsculo recinto no cuenta hasta hoy con tribunas populares, di mis primeros pasos en cuestiones delincuenciales, lanzando canutos de papel al campo, poniendo cara de pitbull frente a los policías, haciendo gala de todo mi repertorio de vulgaridades en contra de los árbitros y fumando marihuana.

Son apenas un ciento, un puñado de gargantas afónicas que braman de la nada, con todos sus ánimos tratan de dar bríos a un cadáver que se mueve con ineptitud sobre el campo. El grito: ¡Echa Muni!, rebotaba en cada uno de los rincones de sus mentes. Para algunos era significado de lástima, alentar a un equipo casi extinto como Municipal. Y de la nada surgía: ¡La Academia!, con más contundencia para que se oiga. Para ellos era muestra del más elevado orgullo, exento de vanidades, escasos, morían solemnemente.
    -Rojito, ¿pruebas? –le ofreció Cofla, un muchacho pobrísimo y honrado que conoció en La banda, por quien Juan Francisco desarrolló cierto afecto, y quien solía sumergirse bajo los efectos de diversas sustancias alucinógenas con la única finalidad de encontrarse, al menos por unos minutos, fuera de su realidad, llena de miseria y mediocridad.
    Y de la nada el porro ardía sobre los dedos de Juan Francisco quien sin dudarlo chupó de él, humedeciendo sus labios con la saliva de decenas de zarrapastrosos. Golpeó el humo y este se hizo fuerte en su garganta, áspero, casi inadmisible para su sistema respiratorio, pero, haciendo esfuerzos por no toser, lo paseó por sus pulmones, degustando de su sequedad.
    -¿Qué tal, rojito? Esta buena –dijo, sonriendo con candidez Cofla.
    -Sí, sí, sí. Pero pudo estar mejor –dijo Juan Francisco, pegándola de gran fumador.
    A los minutos Municipal hizo un gol que lo ubicaba a tiro de liderar el campeonato. Y entonces todo estaba hecho de un fragor irrefrenable. Y Juan Francisco, usualmente de los más altos de la barra, pudo saltar más, y se elevó y elevó y elevó hasta casi tocar el cielo y estar por encima de todos, y gritó como nunca y no le dolió la garganta, y empujó a todos, “metió los huevos” que nunca supo meter, y el equipo respondía, gracias a Juan Francisco “quien levantaba a la barra con sus arengas”, y ganaron e iban a subir de categoría, y Juan Francisco seguía saltando y gritando y empujando e insultando al árbitro y forcejeando con los policías y blandiendo su bandera y todo porque: “¡Al Muni lo llevo en el fondo de mi corazón!” 

miércoles, 11 de agosto de 2010

RELATOS DE UN SUICIDA

“Hola. Me llamo Juan Francisco, aunque también podría ser Alonso, Ricardo o Miguel y no habría incidencia alguna. Desde hace meses la idea del suicidio surca mi cabeza a cada instante, en la casa, en la calle, en la universidad. Creo que estoy cerca de concretarla. Me imagino lanzándome bajo algún camión, insertándome algún cuchillo de cocina o tirándome desde el edificio de aulas. En fin, me ha costado demasiado caer en la cuenta de que mi vida no tiene sentido –sí, lo sé, es el cliché de todos los suicidas, pero también el mío-, que he sido un amasijo de fracasos en todos los ámbitos. Mi entorno: amigos, familiares, amigas con derecho, sin derecho, conocidos de conocidos, desconocidos que frecuento y un largo etcétera no son más que lo mismo. He llegado a la conclusión –lamentable- de que se tratan tan solo de una esfera de poliuretano impermeable a la cual me da náuseas pertenecer. Entonces he puesto a mi mente en cuarentena, lejos de la polución que sobrenada a cada una de las personas que me rodean. Es cierto que hay excepciones en esta regla –¡y qué excepciones!- pero es con estas que he logrado hundirme hacia lo más profundo de un ser que se puede jactar de estar mentalmente sano. A todo esto creo que debería contarles que hace poco tuve un sueño: estaba desnudo en mi habitación. Sentado sobre mi cama, rodeado de los millares de poemas que he escrito en toda mi vida, algunos empalagosos y edulcorados mientras que otros son de lo más granulosos y viriles, pero en fin, estaba ahí, ahogándome en mi trastorno bipolar y las crisis existenciales que me acongojan desde hace muchos años –me parece que datan de la época en que empecé la secundaria y mis arrebatos onanistas, pero ese es tema de otro capítulo-. Volvamos a mi sueño. Desnudo contemple, con asco, mi piel: imperfecta, granujienta, polícroma, y decidí que era el mejor cimiento para mi última obra de arte. Engrampé 101 poemas a todo mi cuerpo, sin exceptuar mis testículos, dejando libre solo mi rostro. Así y todo me movilicé lo suficiente como para observarme frente al espejo de cuerpo entero. Todo yo era un bolo de papeles ensangrentados. Sentía calor, por primera vez podría asegurar que térmicamente me encontraba en perfecto estado. Salí de mi habitación. Mi casa estaba vacía, me encontraba solo en ella: que es como me suelo encontrar cada vez que me ahogo en las vorágines que se forman en mi cerebro. Goteando sangre de mi escroto subí al tercer piso y cogí la soga de remolque que mi padre siempre guarda en su maletín de herramientas. Até la soga a la baranda del balcón e hice un nudo vaquero –de los que aprenden los Boy Scout-, dejando un círculo lo suficientemente ancho como para que pasara mi cabeza. Encendí el equipo de sonido e inserté In Utero, uno de los pocos álbumes que publicó Nirvana en vida, y lo dejé a todo volumen. Procedí a pasar mi cabeza por la soga y lanzarme al vacío, al abismo insondable que terminaría con mis penas. Aún vivía -¡maldita sea!- cuando notaba que los transeúntes se detenían horrorizados frente a la escena, ¡vamos, era mi última obra de arte! Unos hombres trataban de romper la puerta de mi casa para ingresar y “salvarme”. Pobres. Aunque hubiesen logrado cortar la cuerda no me habrían salvado. El asunto va más allá de poder respirar o no, yo ya estoy muerto por dentro, y, para algunos seres humanos, como yo, eso es suficiente. Así que en definitiva ya estaba muerto. A pesar de la erección que sufría en ese instante. Con el último remanente de vida logre ver a mi pene ensangrentado rompiendo un poema, las grapas desgarraron la piel de mi pubis, y luego, justo en el último instante, cuando debí ver mi vida entera pasar por mi ojos, solo me topé con la mirada cargada de espanto de una niña. Luego llegó el final, las luces se apagaron y eso fue todo, sin paraísos ni purgatorios, nada, porque el infierno ya lo había vivido.
    Y bueno, me parece que mi vida se fue por el sendero equivocado. Mi curiosidad radica en saber cuándo: ¿la primera vez que fumé marihuana, cuando le dije a mis padres que los odiaba, cuando practiqué sodomía con mi primera enamorada, cuando transporté droga por las calles de Lima, cuando maté a un amigo de barrio a los 10 años, cuando le hice un cunnilingus a mi prima sobre la cama de mi abuela, cuando compré mi primer disco de Nirvana, cuando una amiga me hizo eyacular sobre el sostén de mi madre, cuando leí por primera vez a Vallejo, cuando me masturbé con un libro de Henry Miller o quizá cuando me enamoré de la muchacha equivocada? He ahí el dilema. A continuación solo pasaré a hacer un repaso de cada una de estas escenas, lo anuncio de antemano para que luego no se diga que se debió leer hasta el final del libro para saber de qué trataba. Puesto que, bueno, trata sobre lo anterior, sobre cada uno de los momentos que me han llevada a la situación en que me encuentro: acabo de decidir que me voy a suicidar, eso ya no está en juicio, el juicio se basa en la modalidad. Es más, el siguiente texto podría incluso no tratarse de una historia ni de decenas de historias, sino de un ensayo cuya finalidad es hallar la mejor manera de morir. Ahora, también le puedo ahorrar todo ese trámite burocrático que significaría leer todo contando el final en este mismo instante. Quisiera que se me crea cuando digo que considero que no es más incómodo leer algo sabiendo el final que escribirlo. Pero en fin, tratándose de una persona demócrata en vías de extinción como yo, me veo en la obligación de decirlo, y así no obligar a nadie a leer más de estas 955 palabras: Al final, a Juan Francisco – o Ricardo, o Miguel o Alonso- lo que le ocurre es que…”