jueves, 19 de agosto de 2010

LA MARIHUANA Y YO (II)

Y esa fue mi primera experiencia con la marihuana. Luego vendrían ocasiones mucho más interesantes, pero el punto al que quiero llegar, la pregunta que quiero responder es esta: ¿me ha llevado el hecho de consumirla a tomar la decisión de suicidarme? Y sé que la respuesta no la podré hallar en una párrafo, en un arrebato literario o una remembranza melancólica, sino en una introspección rigurosa e infalible, algo que temo realizar. Pensar. Durante muchos siglos fue un acto considerado subversivo, puesto que despertaba cuestionamientos en las personas, estas por inercia buscaban las respuestas y en muchas ocasiones para hallar estas respuestas había que infringir el orden establecido. Entonces las “instituciones” que catalogaban al verbo PENSAR como un acto de agitación, que no llevaba más que a la perturbación del sistema, hallaron la manera de prohibirlo, condenando y satanizando a cada persona que lo realizara. De vez en cuando creo que debería aplicar el mismo criterio de esas “instituciones” conmigo. Pensar me lleva a cuestionarme, cuestionarme me lleva buscar respuestas, buscar respuestas me obliga a reflexionar acerca de el rol que cumplo en la sociedad, y ahí estamos entrando en terreno pantanoso.      
    Pero por ningún motivo quería dejar de hacerlo. Es más, no hubiese podido. No hay manera de dejar de pensar, así que tenía que hallar la manera de hacerlo sin generar una sublevación en mi yo interior.    

Juan Francisco acababa de iniciar la universidad. Ahora era un muchachote que leía en todos lados, y sobre todo a su limeño favorito, quien escribió las mejores obras sobre Lima fuera de Lima. Julio Ramón Ribeyro era tema de conversación en la universidad, con un amigo a quien conoció simplemente porque lo halló con un poemario de Vallejo en la mano, y en los bares seculares a los que solía asistir, como buen universitario agrandado.
    Fue en una de aquellas etílicas excursiones de sábados por la noche en los más “cultos” bares del centro que salió en busca de cigarros y se topó con un individuo de anatomía consumida.
    -Hey, flaco. Habla, dime cuánto quieres de una vez.
    Juan Francisco se encontró desubicado. No había previsto de manera inocente que alguien le podría ofrecer droga –porque aún no sabía de qué tipo de sustancia se trataba- un sábado cualquiera en una calle oscura del centro de Lima, en una zona rodeada de bares y discotecas de lo más variadas. Se detuvo frente al individuo. Lo miró mientras este agitaba algo dentro de su bolsillo y sacaba un puñado de porros, mirando a todos lados. Pensó que tal vez no sería mala idea volver a fumar un poco, además no lo hacía desde hacía mucho tiempo.
    -¿Cómo lo estás vendiendo?
    -Déjate 5 lucas por cada porro.
    No tenía ni idea del precio, así que no podía saber si estaba siendo estafado.
    -¿Qué es?
    -Cannabis.
     Bueno, al menos había escuchado la palabra antes. Con sutileza estiró un billete de 10 soles de su billetera y lo depositó sobre la mano mugrienta del individuo.
    -Dame dos.
    Recibió los porros con disimulo.
    -Gracias, primito. Ahora, si te quieres prender, vete a la vuelta al parque de la Recoleta que los serenos de ahí siempre se hacen los locos.
    Caminó torpemente. No estaba seguro de si debía hacerlo o no. Por unos instantes pensó que había sido suficiente con comprarlos, que podría mostrárselo a sus amigos y tal vez desarmarlos y ponerse a jugar con el contenido, sin consumirlo. Pero luego notó que dicho acto no sería más que una gran estupidez. Además, hacerlo por una vez no iba a traerle grandes perjuicios, siempre que los viejos no se enteraran. Caminó hasta dicho parque y se ubicó al lado de una réplica de la Estatua de La Libertad, a la cual le hacían falta el libro y la antorcha, y encendió torpemente el primer porro. Se le apagaba a cada instante, debido a que lo venía fumando como si se tratara de un cigarro. Al terminarlo se dio cuenta de que en realidad no había logrado consumir nada. Para el segundo porro se tomó la molestia de morder una punta y ensalivarla un poco. El porro prendió perfecto y volvió a sentir esa sensación de dulce sequedad entrar a sus pulmones. No tosió. Disfrutó de cada bocanada. A su alrededor paseaban más hombres fumando marihuana e incluso algunos serenos haciendo lo mismo.
    Sintió un relajo absoluto. Caminó de regreso al bar con una seguridad poco usual en él. Se encontraba feliz, sentía que podía sonreírle de oreja a oreja a la primera persona que se le cruzara. Llegó al bar y sus amigos lo esperaban entre risas a las que él se acopló al instante.
    -¿Y los cigarros?
    -¡Mierda! Los olvidé.
    -¿Qué fuiste a hacer?
    -Salí a orinar.
    -Pero si el bar tiene baño.
    -Es que estaba ocupado –no encontraba escapatoria.   
    -¿Y demoraste tanto?
    Ahora si que no tenía respuesta. Se veía obligado a decirles que había ido a fumar marihuana, y que le había gustado, y que si quería podían comprar donde un flaco a la vuelta e ir a fumar al parque de la Recoleta, que era rico, que ya verían que lo iban a disfrutar.
    -Es que tenía que cagar, y no lo podía hacer en la calle. Así que fui hasta una gasolinera. 

Aquella fue la segunda vez que fumé marihuana, y a partir de la cual empecé a hacerlo con relativa continuidad. Luego vendrían unas cuantas ocasiones en las que lo hice con mis amigos universitarios, siempre de manera despreocupada. Las circunstancias surgían de la nada, de una simple reunión, en la que de manera improvisada hacía una piteada en el baño y en la calle o en el parque más cercano. Siempre con la misma finalidad: ninguna. No sabía por qué lo hacía, simplemente lo hacía. No solía ser yo quien comprara la hierba, siempre había alguien que te la proveía, un amigo, un conocido, un ser anónimo, quien sea, siempre era bien recibido. Y me relajaba, podía disfrutar mejor del momento, reflexionaba de manera parsimoniosa acerca de los asuntos más importantes de mi vida: el fútbol, la muchacha de turno, Julio Ramón Ribeyro, Kurt Cobain o un largo etcétera. Todo ocurría de manera fugaz e irrelevante, no tenía ni idea de lo que acarrearía más adelante, uno nunca mide las consecuencias de lo que produce placer, es una ley natural en el entramado interno de los seres humanos, lo agradable debe continuar hasta que la muerte nos separe.

Para regresar de su universidad, Juan Francisco debía cruzar gran parte de Lima trepado en un bus atiborrado de personas que se iban hasta el sector norte de la ciudad. Él se bajaba en un paradero en el centro mismo de la ciudad, cerca de su casa, desde donde podía caminar unas diez cuadras, pero solía desviarse hacia una calle en la que solía comprar libros en un tenderete que los vendía a un sol por unidad. Fue en una de esas tardes en las que decidió buscar al tipo que le vendió los porros que hacía tiempo había comprado. Lo ubicó. Luego de saludarse como si fuesen amigos de toda la vida no supo qué decirle. Pensó que después de tantos meses el individuo no lo reconocería.
    -Primito, otra vez tú por acá.
    No lo podía creer. ¡Qué tal memoria fotográfica!
    -¿Me reconociste?
    -Claro que sí. Yo reconozco a todos, además, siempre vuelven. ¿Dos como la vez pasada?
    -No. Dame cuatro.
    No tenía ni idea de por qué había pedido cuatro, solo lo hizo de la misma manera en que venía realizando cada uno de los actos de su vida: sin motivos aparentes.
    -¡Uy, qué rico! Bueno, ya estamos subiendo la dosis.
    Hicieron el negocio y se alejaron, como si no se hubieran visto nunca.
    De regreso a su casa subió hasta su habitación y se encerró. Estuvo hasta la medianoche escuchando canciones de System of a Down, una banda que le encanta desde su época escolar. A la medianoche exacta se atrevió a salir de su habitación, caminando sigilosamente se aseguró de que sus padres y su hermana estuvieran durmiendo. Subió al tercer piso y acomodándose a un lado de la maquina lavadora de ropa, ensimismándose en medio de una oscuridad que veía como único oponente al plenilunio, se ubicó de cuclillas sobre el suelo y encendió uno a uno los porros, fumándolos con goce, disfrutando de cada pitada como si fuese la última que haría en su vida. Y de pronto soñó que tenía alas, que podía volar desde su balcón, cruzar Lima entera, joder a las personas que odia, luego seguir su vuelo por el resto del Perú, cruzar las fronteras, conocer el mundo entero, en fin, sería un ser omnipotente, inmenso, amado por sí mismo, que era lo único que le importaba, vivir fuera del sistema, alejado de la polución que rodeaba a todo, de ese mundo de mierda que se empecinaba en podrir su alma… Y de pronto se topó con que sus pies colgaban de la baranda del balcón y estaba a tan solo centímetros de una caída libre sobre el pavimento, y nadie notaría su muerte en ese momento, podía lanzarse y recién notarían su deceso en la mañana, cuando los primeros transeúntes del día se extrañaran con la presencia ensangrentada de un cuerpo sobre la vereda. Trastabilló hasta caer en el balcón. Tuvo un susto fortísimo, el corazón se le paralizó por segundos. Se lavó las manos y regresó a su habitación. Al acostarse nuevamente sobre su cama, se prometió nunca dejar de fumar marihuana. Durmió profundamente, sin preocupaciones, pensando en que al fin y al cabo, cuando él lo decida, todo podría ser un sueño.    
 
En sí, acabo de llegar a la conclusión de que la marihuana por ningún motivo puede ser la causante directa de que haya tomado la decisión de suicidarme. Está bien, me introdujo en reflexiones sórdidas que en muchas ocasiones patrullaban la idea del suicidio, pero de ninguna manera va a ser la culpable absoluta, tal vez sí parcialmente, pero, para llegar al meollo de la idea del suicidio se debe tomar en cuenta el todo y sus partes, la suma desatinada y putrefacta de una vida torcida, como mi mente. En todo caso le debo reconocer a la marihuana ser una gran compañera en momentos de preocupación y angustia. Ahí. Cuando la incertidumbre y la congoja arden en mis entrañas y se forma un nudo en la garganta que casi no me permite respirar, aparece la hierba purísima para cumplir su función de consolador vaporoso y sacarme del mundo de las tinieblas en el que me hundo más que a menudo. Me rescata, ofrece el manotazo salvador que nadie se atreve, y me hamaca entre sus brazos etéreos para que yo pueda sufrir sobre una superficie más cómoda, pueda morirme internamente en el paraíso de sus funciones. Definitivamente no la culparé de mi muerte, la recodaré como se recuerda a una amiga fiel, aquella que te acompaña siempre y sobre todo cuando te va mal, la que siempre sabe cómo comportarse ante situaciones extremas. Como ya lo había señalado anteriormente, entre la marihuana y yo hay una relación diferente a todas las que he tenido con objetos inanimados. 

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